jueves, 19 de junio de 2008

MANUEL BELGRANO: LA LÚCIDA MIRADA DE UN ECONOMISTA



El día 20 de junio se conmemoran, al mismo tiempo, el día de la bandera nacional y el de la muerte del primer economista argentino: Manuel Belgrano. La conmemoración sirve para destacar en esta época, donde todo se compra y se negocia, incluso los valores nacionales, las desventuras de un patriota que perdió su fortuna y su salud y no recibió en los últimos días de su vida ningún tipo de reconocimiento. Y para revelar también sus aspectos menos conocidos, como su aporte a la economía argentina, para la cual sentía una especial inclinación. Sus estudios de abogacía, en las universidades de Valladolid y Salamanca, le sirvieron para introducirse en las ideas económicas que circulaban en su entorno, cuando estaban de moda el fisiócrata Quesnay y se comenzaba a difundir el pensamiento liberal de Adam Smith. Esto le permitió adelantarse a sus compatriotas y comenzar a estudiar y pensar sobre los problemas y necesidades de esta parte del mundo, en la perspectiva de su transformación en un país independiente.
Desde el punto de vista profesional sus conocimientos le fueron reconocidos tempranamente, en 1793, al ser nombrado por las autoridades españolas secretario del Consulado de Buenos Ayres, un organismo que constituía una especie ministerio económico de la colonia. Y en el cumplimiento de sus funciones Belgrano no tardó en puntualizar gran parte de los estigmas que perdurarían desde entonces en el país de los argentinos.
Entre otras cosas, su preocupación por el rol subordinado de la agricultura dentro una economía bonaerense rudimentaria, basada en el latifundio ganadero, constituye un tema clave. No resulta casual que señalara prontamente, en pleno proceso revolucionario -junio de 1810-, que la situación de los agricultores se debía a “la falta de propiedades de los terrenos que ocupan los labradores”. Éste era el “gran mal” de donde provenían todas sus “infelicidades y miserias, y de que sea la clase más desdichada de estas Provincias, debiendo ser la primera y más principal que formase la riqueza real del Estado…”. Conociendo a fondo la desmesura con que desde el período colonial se habían repartido las tierras, destacaba que había potentados en Europa que no eran señores de tantas leguas de campo como en nuestros lares. Por ello, para arraigar a una población en crecimiento e integrarla a la sociedad, proponía que se allanara a los labradores el acceso a la propiedad de la tierra.
También mostró preocupación por las tierras improductivos “sin provecho propio ni del Estado”, señalando la necesidad de obligar a sus poseedores “no a darlas en arrendamiento, sino en enfiteusis a los labradores”. De esta manera, Belgrano adelantaba una solución para lo que constituiría un drama constante de los chacareros que, un siglo después, en 1912, reclamarían todavía por la precariedad de sus contratos de arrendamiento. Claramente volcado a favor de incrementar la producción agrícola, no vaciló en aconsejar medidas extremas. A quienes tenían tierras incultas “se podría obligar a la venta de terrenos, que no se cultivan, al menos en una mitad, si en un tiempo dado no se hacían plantaciones por los propietarios”. Al respecto, cabe recordar que hace poco más de treinta años, con el propósito de incrementar la productividad agraria, un proyecto de ley para castigar impositivamente a las tierras improductivas fue juzgado por los grandes propietarios rurales como una medida socializante y atentatoria de la propiedad privada.
Tributario del pensamiento fisiocrático, Belgrano consideraba a la agricultura como “el verdadero destino del hombre”. Juicio comprensible en un marco en que, a diferencia de los Estados Unidos de entonces, privilegiaba una primitiva economía pastoril y en el que los hacendados se consolidaban en el poder real del ámbito bonaerense. Sin embargo, lejos estaba de proponer un desarrollo inarmónico de la economía. Por el contrario, sustentaba la idea de una interdependencia con otras actividades económicas, subrayando la necesidad de “fomentar la agricultura, animar la industria y proteger el comercio” ya que “son las tres fuentes universales de las riquezas”. Además, afirmaba que “ni la agricultura ni el comercio serían casi en ningún caso suficientes para establecer la felicidad de un pueblo si no entrase en su socorro la oficiosa industria”. Mas aún; ninguna de aquellas actividades podía establecerse sólidamente si la industria “no entra a dar valor a las rudas producciones de una y materia y pábulo a la perenne rotación del otro”. En setiembre de 1810, fue todavía más contundente, recalcando la unión de la agricultura y la industria porque “si la una pesa más que la otra ella viene a destruirse a sí misma. Los frutos de la tierra sin la industria no tendrán valor; si la agricultura se descuida, los conductos del comercio quedarán atajados”. Habría que esperar más de medio siglo para que las ideas de Belgrano adquirieran eco nacional en las voces de Vicente Fidel López y Carlos Pellegrini, entre otros, durante la acalorada discusión en el Congreso sobre la nueva ley de aduanas.
Ya en un principio, desde su condición de funcionario de la colonia recomendaba el procesamiento local de las materias primas. “No debemos abandonar -afirmaba con énfasis- artes y fábricas que se hallan establecidas en los países que están bajo nuestro conocimiento. Antes bien, es forzoso dispensarles toda protección posible, y que igualmente se las auxilie en todo y se las proporcione cuantos adelantamientos puedan tener, para animarlas y ponerlas en estado más floreciente”. Al respecto, demandaba al gobierno estímulos para la manufactura del hilado de lana y algodón, aconsejaba los cultivos industriales del lino y cáñamo y reclamaba el fomento a la industria del cuero. Asimismo, recogiendo las enseñanzas de los ingleses, destacaba que “el modo más ventajoso de exportar las producciones superfluas de la tierra es ponerlas antes en obra o manufacturarlas”, es decir agregar valor a las materias primas excedentes destinadas a su venta en el exterior.
Lúcido observador de las transformaciones del mundo, alertaba sobre la necesidad de no limitarse a la condición de lo que hoy conocemos como país primario exportador. Decía que “todas las naciones cultas se esmeran en que sus materias primas no salgan de sus estados a manufacturarse y todo su empeño es conseguir no sólo darles nueva forma sino extraer del extranjero para ejecutar las mismas y después venderlas”. Atendiendo a los principios que inspiraban al comercio exterior inglés, en setiembre de 1810 recomendaba una prudente protección. “La importación de mercancías que impiden el consumo de las del país o que perjudican al progreso de sus manufacturas y de su cultivo lleva tras sí necesariamente la ruina de una nación”. A diferencia de muchos de sus contemporáneos que apoyaban un librecambismo sin cortapisas, Belgrano abogaba a favor de una equilibrada administración de la apertura comercial de manera de no poner en cuestión el propio desarrollo productivo.
En su mirada estratégica no podía estar ausente tampoco la formación de los recursos humanos necesarios para mejorar la capacidad productiva. Así recomendaba, entre otras muchas iniciativas vinculadas a la educación, algunas puestas en práctica y otras no, el establecimiento de una escuela de agricultura, de una escuela de comercio y de una de Naútica, conciente, en este último caso, de la necesidad de contar con una flota para transportar los productos del país sin depender de la potencia marítima de la época. Muchos fracasos ha padecido la Argentina para que las iniciativas y las palabras de Belgrano sigan conservando su vigencia y constituyan un renovado llamado a la reflexión. En esto mismo debemos pensar cuando se festeje cada año el “día de la bandera nacional”.
MARIO RAPOPORT
Economista e historiador. Investigador Superior del Conicet.

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